En estos últimos años, tu trabajo ha evolucionado de una forma peculiar. Por un lado, produces series de dibujos con temáticas y registros muy identificables. Por otro, todas esas series respiran una misma estética y, en cierto modo, una continuidad fácil de apreciar. ¿Te sientes cómodo con esta forma de trabajar?
Me siento comodísimo. Creo que la idea surgió a partir de mi amor por la obra de Juan Ramón Jiménez, que entendía su obra como una totalidad, revisaba sus libros y los ampliaba de forma inagotable. Creo que mi trabajo de estos años es eso, una totalidad. Son series, pero si las uniera en un libro, serían todo uno. Además, reflejan la evolución de mi dibujo en estos dos últimos años. Se diluyen las líneas, aparecen más sombras, las figuras casi desaparecen. Y me gusta encontrar esa idea en los autores que leo, como Charles Simic o Paul Celan, que practican ese despojamiento a través del lenguaje. En mi caso, estoy limpiando y limpiando y quizás un día la imagen desaparezca por completo. Por ahora se ve algo, pero fíjate por ejemplo en mi Apostolado tímido. Es casi ya nada, se aprecian los ojos y alguna sombra. Es la esencia. Pura esencia. No hace falta nada más, y ahí permanece.
Aunque el dibujo es un lenguaje que está en el origen de las artes plásticas, desde hace unos años ha vivido un retorno como disciplina propia. No es azaroso ver en este fenómeno una reivindicación de lo mínimo y lo personal, una respuesta introspectiva a la grandilocuencia del arte-espectáculo y los grandes formatos del arte contemporáneo.
Creo que es algo derivado de la propia crisis económica, moral y espiritual. El dibujo ha surgido en esos momentos como respuesta a esas instalaciones gigantescas, a esa pintura monumental. El dibujo es una cosa muy directa. Para mí, dibujar es como escribir poesía. Es casi una respuesta política.
Es cierto que hay algo político en el hecho de subrayar la dimensión física de la pieza, el esfuerzo técnico que exige y que en tu caso es una clase de artesanía propia de un miniaturista o un maestro antiguo. Y también es político el hecho de proponer un lenguaje figurativo, accesible en términos iconográficos.
Claro, porque una persona no estudiada o no leída puede llegar a acceder a esa pieza y a apreciarla si se le muestra desde un punto de vista determinado. Eso me interesa muchísimo. El dibujo es el resultado de un momento íntimo, como escribir poesía o componer música. Creo que es un momento maravilloso y una respuesta moral a todo ese mundo en el que parece que sin 100.000 euros no se puede producir nada. Luego también tiene un aspecto práctico. Cada vez vivimos en sitios más pequeños. Cada vez nos cambiamos más de casa. Requerimos objetos ágiles, y no hablo solo del artista, sino también del coleccionista. Por otro lado, también implica abrir el campo a un coleccionismo muchísimo más amplio. Poca gente puede pagar hoy 2.000 o 3.000 euros por una pieza, pero hay muchas personas que pueden permitirse un dibujo de 150 euros. Eso es importante, porque permite llegar hasta otros públicos que hasta ahora habían sido excluidos del mercado del arte.
¿Cómo llegaste al dibujo? ¿Siempre estuvo ahí?
Estuvo ahí desde el inicio, tal vez porque mi madre era ilustradora. Al principio mi estilo era más expresionista e ingenuo. Luego he ido evolucionando hacia un tipo de realismo peculiar, porque el retrato realista como tal no me interesa. Hubo una época en que experimenté con collage, instalación, escultura… pero siempre estaba el dibujo de fondo, y al final me he despojado de todo lo que no me interesaba.
¿Qué tipo de artista querías ser al inicio de tu carrera? ¿Quiénes eran o son tus modelos?
Siempre me han gustado los artistas un poco raros. El artista famoso o establecido, de renombre, nunca me ha interesado mucho, aunque por supuesto me encanta ir al Prado, estudiarlos y verlos. Pero siempre me he sentido más cerca de artistas como Pierre Klossowski, filósofo y dibujante, o Otto Meyer Amden, ese dibujante suizo tan extraño que murió muy joven, cuya obra es una maravilla aunque pocos la conozcan. Entrando en un terreno más outsider o marginal, Henry Darger, aunque eso no implica que quiera acabar loco. Sin embargo, sí entiendo el dibujo como terapia. Si no pudiera dibujar estaría en la cárcel o robando bancos, aunque quizás me hubiera ido mejor
Otro rasgo interesante en tu trayectoria es que eres muy prolífico, y no temes mostrarlo. Dibujas mucho, produces muchas obras, las expones y las vendes con rapidez. Muchos artistas se dosifican por motivos estratégicos. Tú no.
En absoluto. Lo mío es dibujar, dibujar y dibujar. Mostrarlo. Si a alguien le interesa, lo vendo. Me encanta ese trato directo y es algo que nos han dado las redes sociales. El otro día estaba en la cama metido en la cama a la una de la mañana y de repente me llega un mensaje de un chico de Nueva York que había descubierto mi trabajo y me preguntaba si tenía algo disponible. Le envié fotos de los dibujos que tenía, eligió uno, me lo pagó por Paypal y al día siguiente el dibujo ya estaba camino de Estados Unidos. Es increíble. Creo que me di cuenta de que las cosas estaban cambiando cuando hice un proyecto que se llamaba Lost Boys. Consistía en hacer dibujos de chicos con un hilito rojo. Los iba pegando por Nueva York, por farolas, escaparates, en la calle. Cada dibujo tenía una inscripción con las palabras “Adopt me”, un número y mi dirección de email. Empecé a recibir mensajes. No hizo falta explicar nada más. Me mandaban fotos. Me hizo ver que estaban cambiando las relaciones con el comprador o el coleccionista. Lo que estaba pensando es que el mediador estaba desapareciendo y cambiando. Ahora no sé a dónde va a llegar esta revolución, pero es un cambio radical en el mundo del arte.
¿Y este cambio no te asusta?
También tengo la experiencia de quince años trabajando en una galería. Sé cómo manejar ese tipo de cosas. No es que sea un gran vendedor de mi obra, pero ahora mismo no me puedo quejar. Contacto con gente con quien tengo afinidad. Eso lo hace todo más fácil.
¿Y quiénes son tus personajes, esos chicos melancólicos que adoptan identidades o roles en cada una de tus series?
A veces son reales y a veces son inventados. Me puedo inspirar en fotos de redes sociales pero cada vez son más personas reales, y eso se nota a la hora de dibujarlos. Me fijo en algo que ellos mismos no saben qué tienen. Son retratos llevados a mi terreno. Es poesía.
¿Y por qué siempre el rostro?
Porque es infinito. No hay un rostro igual a otro. Un ojo no es igual a otro, incluso en una sola persona. No somos simétricos. El rostro es matemática y poesía. Y tiene expresión: una mirada o un gesto pueden decir más que toda una escenificación.
A veces la referencia surge antes y a veces después de hacer el dibujo. En ocasiones leo un poema y me doy cuenta de que corresponde con alguno de mis dibujos. En cualquier caso, son imágenes subjetivas. Más intuitivas que descriptivas. A veces incluso son bastante personajes bastante oscuros, con algo misterioso. Yo mismo me pregunto qué piensan ese chico que dibujo. Por qué está ahí. Podría ser un personaje mitológico o el vecino de enfrente.
Eso es muy literario. Como esos artefactos de Raymond Roussel, extremadamente precisos pero también opacos. O como los personajes de Proust, que aparecen y desaparecen.
Sí, también es muy Modiano, cuyos personajes son y no son a la vez. Hay un juego de reflejos, personalidades, caracteres.
Muchas de tus series más recientes, además de literarias, son místicas.
Sí. Me acerco cada vez más al ideal estético de San Juan de la Cruz o Juan Ramón. A esa nada que lo es todo.
Y esa es una posición a contracorriente de todo. ¿A qué responde?
Lo místico es político. Por eso me interesa tanto, porque es romper con todo. Llegar a la nada, al silencio absoluto. Hay una búsqueda religiosa, espiritual, de algo que no sé qué es, pero que es lo que reflejan esos rostros y esos silencios. Ese despojo. Piensa en Erik Satie, que iba quitando adornos hasta quedarse con la nota esencial. Y Satie dibujaba: encontraron un montón de dibujos minúsculos en una caja de zapatos cuando murió.
En cierto modo, tus dibujos sobre papeles antiguos son también como objetos encontrados. O como imágenes perdidas.
Sí, para mí eso es misticismo. Una ruptura con el tiempo. No querer estar aquí. Como decían los teólogos del Siglo de Oro, es una reivindicación del derecho a la debilidad y a no ser molestados.
¿Y a dónde conduce esa búsqueda?
No lo sé, porque mis proyectos surgen solos. No son algo planificado. Pero sigo despojándome. Eso está claro.